"No es posible desconocer que en nuestro territorio, en tiempos posteriores a la proclamación de la Independencia, lejos de proceder de modo acorde a ésta, se ha continuado son su obra (la del orden colonial) de depredación y genocidio, no sólo por omisión sino también por acción violenta y abierta. Tiempo es de corregir esta sangrienta mancha de incoherencia entre la Independencia proclamada y la realmente realizada". Eugenio Raúl Zaffaroni, integrante de la Corte Suprema de la Nación.
Es el concepto de pueblo el que está ausente en el análisis que hace Parques Nacionales a la hora de justificar su denuncia por usurpación en Ñirihuau. Esa carencia no es atribuible exclusivamente a la repartición, ya que la incorporación de los derechos indígenas a las legislaciones nacionales implicó un auténtico “cambio de orientación en la aplicación del derecho”[1] que todavía no termina de digerir la multitud de jueces, legisladores y funcionarios que toman decisiones en nombre del Estado argentino. Pero sí es cuestionable que 12 años después de la ratificación por parte de la República Argentina del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), las distintas instancias estatales echen mano a la legislación ordinaria cada vez que se suscita un conflicto con comunidades indígenas.
En el mensaje de prensa que dio a conocer días atrás, la Administració n de Parques Nacionales (APN) argumenta que reconoció a partir de 2000 “el derecho de las comunidades de pueblos originarios situadas dentro de la jurisdicción de tal organismo, en concordancia con el marco jurídico nacional e internacional en materia de derecho de estos pueblos”. Si tal aseveración fuera válida, la APN debería saber que el Convenio 169 de la OIT, operativo en el derecho argentino, se aplica a los pueblos, no solamente a (algunas de) sus comunidades. En consecuencia, los postulados de esa norma tienen validez para el “lof Inkayal Walmapu Mew”, ya que éste se define como integrante del pueblo mapuche. Para la “concordancia con el marco jurídico nacional e internacional” , poco importa que la comunidad en conflicto se encuentre fuera o dentro de la jurisdicción de la APN o que forme parte otra instancia organizativa mapuche.
Según comentaristas de la normativa, son tres los rasgos generales de los pueblos indígenas: la existencia de “vínculos espirituales con la tierra”, la “supervivencia cultural pese a la persistente opresión estatal” y “el sufrimiento de la experiencia colonial”[2]. Las tres características están presentes en las expresiones y vida cotidiana de la comunidad “Inkayal Walmapu Mew”. Al concretar la recuperación, sus integrantes llevaron a cabo un “nguellipun”, ceremonia de la espiritualidad mapuche en cuyo ámbito se renueva el compromiso que el “che” (gente) tiene con los demás “newen” (fuerzas o poderes) de la naturaleza, entre ellos, la “mapu”. Esa manifestación, además de dejar en evidencia “vínculos espirituales con la tierra”, demuestra también “supervivencia cultural” después de 120 años de “opresión estatal”. Por último, el padecimiento de la “experiencia colonial” todavía es cotidiano para el pueblo mapuche.
Precisamente, resulta particularmente incómodo para argentinos y chilenos recordar que el pueblo mapuche soporta dominación colonial, aun a comienzos del siglo XXI. Curiosamente, se molestan más los “progresistas” cuando se afirma que ambos Estados desempeñan esa sujeción. Pero la verdad es que después de la Pacificación de la Araucanía y la Campaña al Desierto, el pueblo mapuche perdió su autodeterminación y autonomía, es decir, su capacidad de darse un gobierno y de vivir según sus normas. También, sufrió la usurpación de su territorio, sobre el cual hasta entonces había ejercido soberanía. Por último, sus bienes materiales resultaron expropiados por el vencedor militar, sin que hasta el momento se haya producido reparación alguna. Además, las autoridades de Buenos Aires descargaron después de las últimas capitulaciones, políticas auténticamente genocidas sobre los sobrevivientes.
La mayoría de los rionegrinos ignora que varias de las localidades que jalonan la geografía provincial surgieron de campos de concentración. “A pesar de las distintas estrategias seguidas por cada grupo, en los primeros años que siguen al fin de las campañas de conquista (hacia 1885), todos fueron concentrados en lugares delimitados bajo el control de las autoridades militares. Tanto los primeros grupos en presentarse como los últimos fueron sometidos a esa restricción física que les impedía el libre acceso a los recursos”[3]. Uno de esos campos funcionó en Valcheta, otro en Chichinales.
La política que desarrolló el Estado después de su victoria militar, se tradujo en traslados compulsivos, movimientos, desmembramientos familiares y reagrupaciones, además de torturas y asesinatos. Contaba la abuela que lo habían agarrado los de antes, cuando hubo los cautivos, cuando nos contaba, solía llorar la abuela (...). La hicieron cautiva de 10 años (...) Una tropa como animales se lo llevaban. El regimiento le llevaba (...) cuando hubo ese cautivo, cansaba la señora, cuando no podía más le cortaban las tetas. Ella fue cautiva, la abuela mía era cautiva, argentina, y después cuando la cautivaron vino a salir después cuando se acomodó todo... ahí, se vino a salir, disparó, salió, se vino para acá, e hizo familia. Solía llorar mi abuela (...).
Laureana Nahueltripay compartió este relato espeluznante en 1997[4]. Frente a tamaños padecimientos, que reviven en demasiadas ocasiones al aflorar la memoria de los abuelos mapuches, parece menor que la APN se extrañe de no contar “con registros de posesión ancestral en el lugar por parte de esta comunidad”. El silenciamiento es uno de los rasgos características en la construcción de la argentinidad. “Pero lo que la Argentina niega acerca de sus orígenes, es parte constituyente de su identidad”[5]. Su carácter de invasor y usurpador es la omisión más grande que se encuentra a la hora de historiar la consolidación del Estado y la construcción de su soberanía territorial a fines del siglo XIX.
Esa falta “invita no sólo a reflexionar sobre el silencio y la desaparición, sino también a replantearse la dinámica del poder colonial después de la independencia de España”, sostiene en su “Cautivas”, la profesora Rotker. Al admitir que “parece un disparate hablar de poder colonial en ese período (siglo XIX)” considera que “será entonces preferible recurrir al término neo-colonial, pero sin aludir con él a la lectura contemporánea que limita el análisis de cómo la cultura y la política de Occidente miran al Tercer Mundo o a sus ex -colonias. Es más apropiado referirse aquí a las tensiones generadas entre las diferentes elites blancas que ocupan el Poder y el resto de la población, especialmente la conformada por otros grupos étnicos”[6]. En esa tensión hay que inscribir el conflicto que acaba de nacer en Ñirihuau.
Obviamente, si hay colonización, habrá colonizados que deseen descolonizarse. Siempre fue así y además, así será. Por eso, las organizaciones indígenas que trabajosamente pugnaron por contar con un instrumento jurídico internacional que canalizara sus demandas, se cuidaron de incluir el derecho al retorno. En efecto, se incluyó en el Convenio 169 de la OIT, en su artículo 16. Su inciso 3 dice que “siempre que sea posible, estos pueblos deberán tener el derecho de regresar a sus tierras tradicionales en cuanto dejen de existir las causas que motivaron su traslado y su reubicación”. Como puede advertirse, el texto no se refiere a comunidades si no a pueblos y además, empuja a una considerable interpelación a partir de la recuperación en Ñirihuau ¿Dejaron de existir las causas que motivaron el traslado y reubicación de centenares de comunidades mapuches? ¿Qué presidente, gobernador, ministro o juez asumiría el costo político de admitir que no?
Al fundamental su denuncia por usurpación, la APN reivindica la política que denomina comanejo, es decir, “la participación de las comunidades indígenas en todo acto administrativo de la APN, referido a los recursos naturales existentes en las áreas del sistema de la Ley 22.351, que ellas ocupan, y a los demás intereses que las afectan”. Evidentemente, se trata de un avance, si se tiene en cuenta que inclusive en la década del 40, los guarda-parques tenían entre sus obligaciones demoler viviendas mapuches a tiro de caballo y perpetrar desalojos. Pero esa metodología no fue el resultado de una graciosa concesión del organismo, sino de la persistente movilización de las comunidades mapuches en la zona del Parque Nacional Lanín. “La experiencia del comanejo tiene que ver con la propuesta que desarrollamos para resolver los conflictos territoriales que permanentemente el Estado nos iba imponiendo. Justamente, Pulmarí fue el más grande y conocido de aquel período (década del 90). Fue el proceso de recuperación territorial por las 110.000 hectáreas que están en la zona de Aluminé. Nosotros le planteamos tanto al Estado provincial como nacional la denominación de Pulmarí como Territorio Indígena Protegido (TIP), una propuesta de comanejo de todo ese espacio territorial para que en primer lugar, el Estado reconociera plenamente que ese es territorio mapuche”, explicó en su oportunidad la “werken” Verónica Huillipan, de la Confederación Mapuche de Neuquén[7]. También puede afirmarse que fue la respuesta que encontró el colonizador ante las demandas del colonizado. Parcial, claro.
La recuperación en Ñirihuau puede explicarse de muchas maneras. Pero la Constitución que está en vigencia no sólo le ordena al Estado reconocer “la posesión y propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente ocupan” los pueblos indígenas, sino también “regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano” de los mismos. A una década y media de su reforma, los sucesivos gobiernos nacionales y provinciales no dieron ni un solo paso para avanzar hacia ese segundo objetivo. En consecuencia, nadie honesto debería sorprenderse si en un contexto de descolonizació n, los mapuches deciden constituir nuevas comunidades y avanzar hacia la recuperación de los espacios territoriales que les fueron arrebatados entre 1879 y 1885. El paso del tiempo no legitima los atropellos.
“Cada diputa posee una historia y unas circunstancias únicas e intransferibles que deben considerarse a la hora de idear un solución justa y viable”[8]. La APN hace bien en revindicar la práctica del comanejo pero también debería advertir que tiene sus límites, como también es estrecho el Código Civil a la hora de impartir justicia cuando los justiciables son expresiones de los pueblos indígenas. La demanda por usurpación que se presentó no parece una solución precisamente justa y una vez más, hay que hacer memoria. Antes del comanejo que ahora implementa, el Estado respondió con desalojos, procesamientos e inclusive con cárcel a la movilización mapuche. En ocasión del Conflicto de Pulmarí, también se calificó de “guerrilleros” y de “zapatistas” a los referentes mapuches que en la actualidad, dialogan con el Estado en el marco del comanejo. Hoy, se califica de “inorgánica” y “ultra” a la comunidad “Inkayal Walmapu Mew”. Pero la respuesta a su demanda no puede pasar por la perpetuación de la injusticia
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